domingo, 27 de diciembre de 2009



Pura miel caramelizada se deshacía en tu boca mientras que, ensimismada, fabricabas las nubes que en julio empaparían las tierras ásperas del Sur. Removías tres cacerolas arrítmicamente, esparciendo en ellos condimentos y brebajes con olor a azufre, susurrando palabras en lenguaje ilírico, ignorando el frío en tus pies descalzos manchados de fango.

Nubes hermanas que combatirían como gladiadoras en las alturas desgarrando el cielo, nubes que chillarían irracionalmente por sus heridas de guerra despertando a todos aquellos de los que te ocultabas, nubes dadas a la vida por ti lanzando rayos asesinos sobre aquello que te traía recuerdos a la mente.


Visitaste curanderos esotéricos para que te alteraran el Hipocampo, para que modificaran o borraran tus memorias allí almacenadas, aunque fueran recuerdos inventados no vividos, pretendías que te agujerearan el cráneo y que te arrancaran el lugar exacto donde se localizan los ya repetidos y gastados recuerdos… En lugar de eso te dedicaste a fabricar nubes y a hincharlas con tu pena.


Te vi hacer las maletas, recoger tus cosas en silencio esperando ilusamente que alguien te impidiera la escapada de tu hogar, con tristeza vaciaste los armarios y solo dejaste un libro de poemas que guardo entre bolas de alcanfor para que los insectos no lo destrocen. Años después de la deliberada huida aun no sabías que yo te seguía. A veces te camuflabas demasiado bien, detrás de lentejuelas, tacones, vasos con hielos, faldas cortas y cigarros, pero siempre tú, reconocible aun con máscara veneciana en el rostro, bonita como ninguna otra podía serlo.

Tiempo. Los estigmas grasientos que te marcaron la cara se evaporaron. Distancia. Comprendiste que el fabricar nubes mientras miel caramelizada se derretía en tu boca no iba a borrarte los recuerdos, sino que te ayudaría a coexistir con ellos. Y yo no pude soportar ver cómo te rehiciste sin dejar de ser tú.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Resonaría toda la noche en tu cabecita turbada las palabras que escuchaste en el teatro donde creciste escondiéndote entre bambalinas, jugando a ser lo que nunca fuiste capaz, dibujando sombras irregulares con la luz arrojada por los focos: “La tierra es grata para los que han amado mucho”.

Astillas en la garganta, artritis en el cerebro, Alzheimer en las costillas. Vacio. Espacio gris, insípido, frío, acorralado por voces inocentes tétricas. Trazos inquebrantables deambulan por todas las direcciones, sibilantes, manchando trapos con colores recién nacidos, lienzos entumecidos, incoloros. Vacios. Y yo en medio, ahogada, punteándome en el antebrazo que la tierra es grata para los que han amado mucho. Es alentadora la idea.

Patio de butacas solitario. Sentada en proscenio ojeas un libro en blanco, escuchas el eco de las hojas al pasar. Preguntas lanzadas a nadie con respuestas reveladas por otras preguntas, saltas apresuradamente y das una vuelta por minuto sobre ti misma, recordando el olor del perfume que llevaba en su chaleco gris. Y no sientes nada. Pero tranquila, la tierra es grata para los que han amado mucho, no para los que no han dejado de amar.

Mi vientre hueco taconea irrisoriamente y el paladar vuelve a saberme a rabia. Las tarántulas anémicas que tengo por manos cosen un nuevo cuerpo, ya mudé el antiguo y ahora yace detrás del telón, comido por ratas, deshabitado, se convertirá en polvo en menos de una semana. Podría enterrarlo, sería cómodo, la tierra es grata para los que han amado mucho. Para ti también lo será, tranquilo.

Camerino embarrado hasta el techo que mañana tendrás que limpiar. Una foto asfixiada debajo del agua. Sonrisas, vestidos nuevos planchados, peinados estudiados. Donde queda el delirio del final de la primavera, porque llegó el verano y la depresión sorda se apropió de tu alma, porque esperaste al otoño que prometió darte tregua en agosto, pero en el invierno era cuando el destino tenía fijado en ti la verdadera caída libre. Llena de barro hasta el techo tu vida. Fregonas y paños para borrar a aquellos que no han amado mucho. Para ellos la tierra no será grata, tranquila.

Telón raído por polillas de hace cincuenta años, cortina que en reiteradas ocasiones ha secado mis lágrimas de envidia, de aborrecimiento hacia toda la historia de la humanidad y hacia el espacio entre paréntesis que me ha tocado vivir. Telón raido por polillas de hace cincuenta años que ha secado mis lágrimas de desengaño. Me consuela y me susurra lo que tanto me repito, que la tierra es grata para los que han amado mucho, muy amable, la tierra, si, al recibir a los que han sabido amar de verdad. Para mí, para mí.

(Ahora un arlequín atiborrado de recuerdos vendrá para perseguirme, he escuchado sus diablas risitas entre las sombras del almacén de este viejo teatro lleno de telas y hierros oxidados)

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Photofinish


Mudo le dijiste que solo eran papeles olvidados en la sombra de tu mesita de noche aquel cuento de otoño que te escribió al acabar noviembre, ese que hablaba de seres Todopoderosos macabros, dueños de los hilos que tejían el destino y que se manifestaban montados en relojes de bolsillo ondulantes como las alfombras voladoras que se venden exclusivamente en Bangalore.

Uno a uno, funestamente, desgajó vuestros recuerdos y los guardó en la Caja de Pandora que lanzó a la Fosas de las Marianas. No quería que trascendieras en su vida, tus ojos cegados por la indiferencia arañaron sus venas resecadas por la ansiedad. Se le terminaron las uñas que morder, los huesos que crujir, las posillas que arrancar. Tuvo la boca llena de llagas que le carbonizaron los pulmones.

Perdió. Se vistió de vino y bebió bufandas de lana. Perdió la cordura, está a 11.034 metros bajo el mar. Comió cristales deshidratados y su cabeza desde entonces sigue a media asta. No la vengas a buscar porque no la reconocerás ni siquiera en sus silencios. Perdísteis

[Tiempo vacío de horas minutos y segundos, latidos muertos de la respiración, gritos punzantes en las tripas, lívidos anhelos muertos escapándose por debajo de la niebla, confusión presentada en una suma de dos mas tres. Esto no es vida, no hay espacio al que mirar, no existe. Purgatorio eterno, tiempo vacio de segundos, minutos y horas].

Antes de hacer volar su mente por encima de los tejados, dio un paso hacia atrás, quitándose de un camino que no era suyo, con resignación. Conformada, mirándote de reojo te vio pasar y guardó su corazón en la Caja de Pandora abandonada allí donde el hombre nunca ha estado y comenzó en paz su luto, llorando en primer lugar por aquel cuento de otoño que te escribió…

Ha vuelto el tiempo del silencio odiado

jueves, 12 de noviembre de 2009


Acudiste a mi velatorio con tres tobilleras de cascabeles y monedas enganchadas mediante filigranas, trece pulseras de los trece reinos en los que habías vivido, siete anillos de ópalo, coco y cobre, cinco collares tropicales y dos argollas de plata gitana. Sandalias de cuero verde, falda con estampado a flores y una camisola purpurea de tejido traslúcido.

Advertí en tu pupila pánico al ver como pájaros de latón mutilaban el cielo, regurgitando misiles sobre la ciudad que ya solo era una cloaca de cascotes. Al oír a lo lejos las ambulancias exhalando destemplados aullidos de auxilio arrojaste los caramelos de limón acido, disipándose con ellos tus últimos retazos de inocencia. Se avivaron los truenos, las tinieblas te mordieron los talones y tu instinto huidizo te levantó los rizos en cuatro orientaciones enfrentadas. Al reparar en la estría que trazaban las bandadas de pájaros supiste que había sido de mí.

Cogiste mis cenizas a puñados y las esparciste a tu alrededor mientras realizabas la danza fúnebre que tu abuela bailó el día que tu madre dejó de agonizar. Levantabas los brazos moviendo distinguidamente las manos, zapateabas, entrelazabas las piernas, brincabas, escupías mis restos en una actuación tétrica, patética y lúgubre que solo los de nuestra estirpe podríamos entender.

Me seguías allá donde se me antojara resignada ocultando una maraña de ternura que nunca llegué a merecer arrugaba tu amor propio para que pensaras que solo me tenías a mí te estrujaba el corazón con guiños calculados manipuladores para conseguir que fueras mi sombra otros quinientos kilómetros más recuerdo aquella noche llegamos a un faro en el cabo Finisterre donde te hice creer con caricias que tenía consignado en ti planes de futuro solo te di diamantes de carbón que guardaste con profundo amor en los saquillos de tu portamonedas reías con sinceridad brutal al sentirme radiante pero nunca lloraste ante mi por verme restregarme con otras mujeres en las tabernas de los poblados en los que pasábamos algunas semanas mujeres a las que les daba esos caramelos de limón ácido que tanto te gustaban oro picante decías de vez en cuando me robabas algunos cuantos pero no eran para ti para ti tenía los diamantes de carbón para que me siguieras allá donde se me antojara y te llevé a aquel infierno rodeado de tártaros que tenían el cráneo agujereado por algo llamado nación donde comprendí en el segundo que un proyectil me reventaba el cuerpo que tenias el alma amoratada tumefacta desgajada al verme incapaz de anhelarte.

Y aún así no dejaste de velarme durante siete madrugadas seguidas, danzando vestida con todos los recuerdos de una vida que te pesaba de tal forma sobre los hombros que podría haberte fracturado los tobillos en cualquier giro. Al acabar el luto fuiste a nuestro faro para hacerlo solo tuyo y empapelaste la ciudad con el siguiente anuncio: “Subasto diamantes de carbón”.

Dios te perdonará el alivio que sentiste al saberme muerto

sábado, 17 de octubre de 2009

Apilaste tus cofres polvorientos y avisaste a todos con gritos de despedida que tornarías en un par de ferias con nuevas melancolías que añorar durante otras tantas cosechas. Desenganchaste las cuerdas que sujetaban tu globo aerostático a la tierra y te sumiste en el éxodo de siempre, volando dentro del viento, ágil entre las corrientes de aire propicias para llegar más lejos del fin del mundo.

Reclinada en la barquilla mirabas distraída el astrolabio para concretar la latitud y puntearla en el mapa chamuscado por los márgenes a causa de los quemadores del trasporte en el que fluías. Pero no necesitabas altímetros, ni vatímetros, ni brújulas, sabías a donde ibas. Con la mirada negra de tus ojos, que tenían más luz que la luz blanca, alumbrabas el camino hacia donde se te antojara llegar.

Pero aquella vez regresaste extraña, furibunda, delirante, excepcionalmente serena. Envejecida, con un par de dientes menos arrancados por el escorbuto, borraste de la memoria la risa rabisalsera para siempre. Desperdiciaste la genialidad de enclaustrarte a bailotear durante horas en cualquier desván para olvidar el dolor. El globo instalado en el jardín del alcázar en el que vivías quedó velado con la maleza rosa que nacía de los cármenes. Y el pianoforte que tenía impreso tus huellas dactilares te esperó años enteros.

Me dijiste que apreciabas el orbe gravitar bajo tus pies, que escuchabas las estrellas titilar y que podías entender lo que yo no lograba expresar porque habías asimilado el don de la interpretación del inconsciente. Y la noche que lanzaste tú corona roja más lejos de la Galaxia de Andrómeda hiciste temblar el suelo de tal forma que lograste separar bajo tus pies un continente igual de viejo que la muerte. Deseaste caer en la agresiva grieta que habías provocado para congelar de una vez el fuego inmortal que pernoctaba en el centro de la tierra y que abrasaba todos nuestros espíritus.

(No te inquietes. Todos sabían que estabas infectada por el miedo que producía el haber arrancado el contenido de la conciencia colectiva, la cual iba trenzando una senda perfecta hacia una nueva gran guerra que induciría al asesinato de las palabras emanadas de la memoria universal. Sabías que en breves escucharías desde tu catre los roncos tambores de la batalla, las bombas apaleando los puentes, las balas explotando hígados de niños verdugos.

Se aproximaba un autentico fracaso humano que tatuaría odio en sucesivas generaciones. Todos estábamos al tanto de ello. Pero nunca debiste dejar de sonreír, aunque así se vieran tus encías desdentadas, jamás debiste haber renunciado a la música que fabricabas con tus dedos, y no se te perdonará en la vida que no volvieras a irte volando en el globo aerostático para recuperar el valor que en otros viajes habías acopiado
)

sábado, 19 de septiembre de 2009

Los papiros se desperdigaron a través de la galería tapizada con hiedras, entre las cuales ocultasteis muchas tardes atrás una serie de monedas transportadas directamente del atávico comercio de la época del Imperio Romano.

Observabas encubierta detrás de la fuente de la que nunca llegó a emanar agua sus impulsos autodestructivos. Analizabas como se tiraba del pelo hasta arrancarse mechones posteriormente ingeridos con el propósito de ahogarse, aunque después de tantos ataques sabías que solo acabaría vomitando una bilis verde pestífera sobre la cual se revolcaría como un animal en celo durante horas.

Teníais pegado en el paladar el sabor de la lluvia del mes de julio e incrustado en la espina dorsal los aguijones de las avispas a las que tentabais en vuestros ritos hindúes. Las gallinas sedientas de grano clavaban sus picos en vuestros agrietados pies siempre descalzos, fragmentando con sus patas los pergaminos alumbrados por el tiempo.

La noche del tres de octubre de 1.992 aún la llevabas guardada en la retina. Explotó todos los vasos de la cocina entre sus manos emitiendo berridos guturales, trastornados en carcajadas agudas cuando se vertió vinagre sobre sus llagas sangrantes. Sin más abrigo que una blusa lo seguiste en toda su subida hacia la cima más alta del Mare Nostrum, sintiendo el tibio jadeo de los chacales en la nuca. Lo invitabas a salir de la oscuridad. Pero él creía que tu voz era el eco sofocado de sus pensamientos.

En ambos lados del corredor se encontraban dos ejércitos hermanos atrincherados en la ceguera. Se disparaban esos pliegos que volaban de un lado a otro y que tanto os estorbaban. Sabíais que se perderían las monedas, y que las hiedras arderían en tinta, y que las gallinas ya no tendrían picos para clavar en vuestros pies.

Cuando más le temías, sin embargo, era cuando con la cólera de un Dios griego se apostaba delante de cualquier lienzo a pintar la música que sabías que solo oía en su clarividencia deslucida. Chorreones de colores resbalaban de aquellas telas en todas las direcciones, salpicando incluso con el oleo los altos techos agrietados por sus propias uñas. Pinturas oscuras de aquelarres, bataholas y brujas, de mujeres con sonrisa perversa levitando en sillas, siempre envueltas en un halo de crueldad.

Así que apreciando el sufrimiento de cada uno de tus órganos por el paso de los diabólicos años, marchaste galería abajo, entre las palabras confundidas con balas, las gallinas reventadas contra el suelo esparciendo su caliente sangre en los papiros, aferrándote a ti misma, agarrándote la piel para que no se desmoronara, sin girarte por si su mirada estaba fija en ti.

domingo, 23 de agosto de 2009


El batido helado de melón sin azúcar se agrió tras pasar toda la tarde en el velador de la terraza, bajo un sol asesino que logró silenciar incluso a las chicharras. Camuflada en el vestido ambarino de cachemira cogiste tu vieja bicicleta oxidada y partiste hacia donde todos fueran extraños.

Querías descoser tu boca zurcida con agujas de crochet y bailar alrededor de un caldero brujo cualquier danza oriental invocando a los fuegos fatuos para no estar sola nunca más. Ansiabas olvidar los recuerdos de una vida no vivida que poseías por la memoria genética, esa que se transmite de padres a hijos mediante la herencia biológica y que nos marca la vida incluso desde antes de ser cigotos. Temías que tus vivencias se eternizaran en tu descendencia.

Pero no llegaste muy lejos. Hacía años que no llorabas y las lágrimas atesoradas no fueron capaces de darte una tregua ni siquiera para seguir pedaleando. Debajo de los cocoteros del jardín que esbozaste tantas veces sollozaste por el batido de melón podrido, por el sol abrasador y por tu precioso vestido repleto de barro. Por tus padres, que ahora parecían ser más críos que tú, por tus hermanos dispersados por el mundo. Por ti, que tendrías que reconstruirte entera.

No sabías perder, ni darte por vencida, odiabas las retiradas porque manifestaban ausencia de coraje. Eras una innegable guerrera y batallabas deshonestamente si era preciso para lograr tus objetivos. Por eso te compadecías, porque en tu destino estaba punteada la senda de la abdicación. Aquella asfixiante tarde volviste a sentir dardos dentro de ti.

Eras consciente de que se terminó el disiparse en las esquinas de la noche, sabías que ya no constarían más pecados compartidos (las mentiras calculadas entre dos siempre fueron mejor que las trazadas y defendidas por uno solo). Los últimos acordes que escuchaste de su pianola volvieron a ser acariciados con exactitud por un nieto bastardo que nunca conociste. Las grabaste de tal forma en tu memoria que se traspasaron de generación en generación a través del legado memorístico, ese que pretendiste descuartizar con golpes de hechicería gitana.

(Llegó el tiempo del silencio odiado, donde pretendiste construir recuerdos imaginados de acontecimientos que nunca viviste para resistir al sentimiento de culpabilidad que te retornaba negra la sangre).

martes, 11 de agosto de 2009


Pasó su infancia saltando de azotea en azotea, empapándose del olor mojado de la ropa recién lavada. Se deslizaba como una lagartija escurridiza entre los puestos del zoco, cuidando de que no se le cayeran las chucherías que guardaba en el bolsillo trasero de sus raidos pantalones.

Iba y venía montada en olas, echando espumarajos por la boca, con el pelo enmarañado y las mejillas llenas de arañones de ratas hambrientas. Hablaba con los espíritus de las montañas del este, movía las cosas con la mente e intentaba comunicarse telepáticamente. Comía una tras otra sus anheladas chucherías.

Nunca se comprendió como, pero sin saber leer conocía de antemano lo que se escribía en las enciclopedias, haciéndola dueña de una agudeza superior a la de sus contemporáneos. Sabiéndose socialmente inepta, a la edad de nueve años, empezó su derrotero hacia la civilización, dejando de lado los robos de dulces en el bazar, renunciando a escuchar los lamentos de las ánimas traídos por el viento.

Con veinte años solo quedaba del salvajismo infantil su mirada inquisidora, basada en la desconfianza y su animalesco instinto de supervivencia que la hacía fugarse de un lado a otro. Entendió que nació para huir el día en el que recordó porqué en su mente no había reminiscencias de sus padres.

Andaba a la deriva en un mar de atajos que la alejaban de un camino deseado que nunca alcanzaba. Se perdía mirando las hormigas africanas, salivando pensando en sus chucherías. Iba y venía montada en corrientes de aire, atravesando pueblos y ciudades sin escrúpulo.

Fue la época de las grandes pasiones, de las madrugadas tintadas de lujuria en callejones húmedos, de la ansiedad localizada justo debajo del ombligo. Ya no saltaba de azotea en azotea, si no de hombre en hombre, deslizándose entre ellos no como una frágil lagartija, si no como una auténtica serpiente de cascabel. Llegaba a ellos de improviso, quedándose instalada en un lugar inalcanzable de sus memorias olvidadizas… Aunque nunca, nunca, nunca pudo olvidar al tipo aquel que le rompió sus esquemas.

De ningún modo él creyó los cuentos de que había nacido para huir, ni se interesó siquiera por su deambule sempiterno por el mundo. La culpabilidad de haber nacido pesaba sobre la espalda de ella, así que con el cariño paternal que nunca había recibido, le susurró al oído que no se podía huir de lo que no le perseguía, y que hacer frente a las cosas era lo más humano que podría hacer a lo largo de su vida. Le insistió en que no se preocupara por el fuego eterno, porque las autopistas del cielo llevan colapsadas centurias enteras y que pocas ánimas se ven destinadas al infierno…

Guardó hasta el día de su muerte esta aventura excéntrica. Pero con el paso del tiempo, las voces de los fantasmas le resonaban en sus vértices, los quejidos de los animales se le clavaban en el alma. Así que se abandonó al misticismo, a la quiromancia y a la lectura de las cartas del tarot, así como al estudio de la astronomía y a los análisis modernos de la telepatía. Se sumió en lo que siempre había sido a escondidas... Cada segundo más muerta, más ciega, más sorda.

Más muerta.

domingo, 2 de agosto de 2009


Antes del comienzo del cataclismo subí las escaleras sin barandillas para ponerme los zapatos de charol negro que compré para mi funeral hace veintisiete años. Estaban justo donde los vi por última vez, en el fondo del armario, debajo de los juegos de sabanas protegidas con alcanfor.

Cuando me asomé a la ventana para ver si de verdad el viento esquizofrénico levantaba las raíces de los árboles centenarios, la vi de espaldas, andando impertérrita a lo abstracto. Se aferraba a su paraguas rojo que daba fuertes sacudidas en respuesta a la violencia del viento.

No podía quitar mis ojos de ella, ni de su paraguas, ni mucho menos de su aplastante presencia. Se que en algún momento los zapatos fúnebres se cayeron al suelo, y sentí como las mangostas empezaban a entrar en mi habitación por debajo de la puerta.

Con paso firme, sabiendo que pensaba únicamente en su objetivo, soltó el paraguas rojo que voló arrastrado por el huracán, y sin preocuparse siquiera por su integridad física, huyó al desierto de arena negra, donde el calor solo fue su motivación para avanzar. Completamente animalizada, se dejaba picar por los escorpiones que le administraban un veneno que no la mataba, pero que la hacia delirar durante horas para olvidar la pesadumbre decimonónica.

Para entonces las mangostas ya habían devorado casi por completo mi memoria, y lo último que recuerdo es estar tirado en el suelo de madera que temblaba estrepitosamente con el zapato izquierdo de charol negro plantado en mi mejilla, como si el cataclismo fuera un ser invisible que pretendía matarme antes de que se produjera la erupción del volcán que borró del mapa mi hogar.

sábado, 25 de julio de 2009


Ya está de vuelta la serpiente, completamente erguida, sonriendo. Se ha sentado en el banco de siempre a leer la prensa rosa y pasa las hojas con la lengua (viperina). En la cola del supermercado vi tirando de un carro lleno de gelatinas verdes a aquel caballo tan simpático que vivía en el cuarto piso el año pasado. Me entretuve un poco más porque me senté en la placita con el perro y el gato… siempre dijimos que iban a acabar compartiendo colchón, ¿te acuerdas?

No. No puedes acordarte porque no me estás escuchando. Es absurdo que te hable, no estás. Antes de ayer hiciste precariamente tu maleta y sin volver tu herida cara de pantera negra echaste a correr donde creías que tenías que estar. Volaste.

Así que mirándome al espejo con los ojos entrecerrados para no ver mis pequeños ojos hinchados, he colocado mis suaves plumas rosas de flamenco en su sitio (antes de ayer hacia demasiado viento cuando te seguía y están desde entonces desordenadas). El colorete hoy no podía faltar. Escojo ese que tiene purpurina. Mi espíritu de ave zancuda está agrietada pero nadie se va a fijar cuando vean lo bien delineada que está mi mirada y el peso de mis pestañas...

Y una vez en el zaguán he visto la luna llena de enero a las doce del medio día del mes de agosto, un agosto por cierto ansioso que echa de menos el otoño. Hoy también hablé con él, todo vestido de gris, melancólico. Pobre agosto. Me dijo que estaba preciosa.

Tú tampoco eras capaz de ver mi tristeza camuflada de belleza, estabas siempre demasiado ocupado en yo qué se qué cosas. Dios, como desearía ser un ave fénix para consumirme en cenizas y renacer. Quiero que sepan ustedes que caería una y otra vez en los mismos errores de mi vida antepasada, de la misma forma, con la misma intensidad. Caería igual.

Ya tengo que dejar de escribir. Porque voy a bailar. Voy a despegar mis alas y pienso volar desde aquí hasta Australia sin miedo alguno. Una vez que esté allí pienso ser cualquier otro animal, una alimaña, un gato, un orangután, qué más me da, no quiero tener alas, voy a descontrolar y a trepar por estructuras que oscilan en el borde de
precipicios asesinos.

Pero no voy a morir. Tengo amigos que rezarán por mí, por mis plumas y mis delgadas patas zancudas. Me tengo a mí y oigo latir mi corazón que me dice que te da igual lo que yo haya visto, lo que haya hecho, o haya dejado de hacer.

viernes, 19 de junio de 2009


Darío Dubois se vio obligado a volver sobre sus pasos, y aunque no rehízo el camino, el así lo creyó. Mayú Vaiko, por su lado se vio abocada al delirio infame de los sueños y avanzaba peligrosamente hacia el alzheimer. La han visto recientemente por San Francisco, con más de ochenta años, anacrónica, luciendo flores rojas en su estropajoso pelo, hablando sola.

Mayú llevaba en su alma el peso de las protagonistas de las tragedias griegas, y aunque siempre elegante en su forma de andar, en ocasiones perdía su estirada compostura para hacerse un ovillo y lloriquear durante horas sin saber por qué.

Yo he seguido durante todos estas décadas a ambos. Es cierto que Mayú estaba preciosa bajo la luz de los focos de los antiguos teatros y todavía recuerdo la capacidad de comunicar que tenía sobre el escenario, su hiriente mirada en el espectador y su desgarradora voz trabajada diariamente. Sí, es cierto

Mi pobre Darío Dubois lo sabía. Escuchaba hablar de ella en las tascas, en las cadenas de radio locales. Y por supuesto, iba a verla a cada espectáculo. Agarrado a la butaca con las uñas se estremecía con cada acción que ella llevaba a cabo, asfixiándose en sus molestas lágrimas. Mayú le sentía. Era consciente de que le miraba, y le encantaba. Y estaba al tanto de que la caja de bombones que le esperaban en el camerino eran de él.

Siempre vestido con su traje de pana negro y el sombrero de terciopelo a pesar de la violencia del sol, lo solía ver en la orilla del Danubio cada tres o cuatro años, completamente desecho en nervios y muy envejecido, retorciéndose de miedo ante la llegada del cólera a la ciudad, gritando a los perros que la trajeran inmediatamente a su lado, aunque fuera muerta.

A la vida le faltan finales felices. De hecho, a la vida le faltan finales. Esta mañana, en San Petersburgo les he visto uno enfrente del otro. Mirándose sin reconocerse. El uno con una botella de whisky barato en la mano. La otra con la cabeza llena de flores.
Sesenta y tres años esperando ese momento. Para no reconocerse en el último esfuerzo.

martes, 26 de mayo de 2009

Tendré a lo sumo...


...tres fotografías de mi infancia guardadas en el último cajón de ese raido mueble. Llegué en mal momento y no eran tiempos para inmortalizar, nadie en un futuro querría recordar ese año (en el que la noticia más sonada fue la caída de cierto muro en Berlín).

Se me viene a la mente la palabra inoportuna. No se puede exigir que te quieran. No puedo exigirte que me mires, que me veas como soy, y tampoco sé como decirte que tu niñez está ya demasiado lejos como para que la añores tal y como lo haces, torturándote en el recuerdo de tus padres, en la memoria de tus profesores y tus amigos. No hemos nacido siendo queridos. Desacertados. Inexactos. Erróneos. Especialmente en mi caso, segundona.

(Ya llegan las frases inconexas. ¿Es ayer cuando lloraré? Presente, pasado y futuro en un mismo segundo concentrado. Este tema, el de la ausencia de fotografías de cuando era chiquitina, me obsesiona).

Paso a paso intento olvidarme de lo que me desagrada de ti, busco razones para entender por qué vives allí donde ya nadie queda vivo, ignorando a los que te rodean hoy, desaprovechándonos. Estás ebrio de recuerdos... Siempre ebrio. No. No puedo obviar lo que tanto odio.

El problema, el gran problema en realidad, es que no naci siendo querida, ni yo queriendo. Si. Me compadezco. Puedo ser fría y calculadora, se controlarme a la perfección. Estás pensando en algo que no es cierto, en algo que tu mismo has inventado. ¡Estás echando de menos una realidad ficticia¡

¿DÓNDE ESTÁN MIS FOTOGRAFÍAS? Las exijo de inmediato.

(No nací en buen momento pero mis miradas chorrean colores grasientos que se esparcen como misiles)

miércoles, 15 de abril de 2009




No estoy loca.


Aislada en una celda donde las paredes son cada día más altas, arañadas por mis ya más que sangrantes uñas, imagino cosas que realmente me dan la vida. Imagino viajes inverosímiles, por Australia, por la luna o por el Polo Norte, montada en una tortuga que tiene tatuada una flor morada en el caparazón, y que me relata en francés sus ciento cincuenta y un años de bagaje solitario por todos los mares y océanos de la tierra.

Mientras que las luces de la habitación, encendidas veintisiete horas al día, van quemando muy poco a poco mis desorbitadas pupilas, imagino estar rodeada de muchas personas, con las cuales entablo conversaciones utilizando palabras imposibles de pronunciar, palabras que no dicen nada pero que transmiten todo de forma clara y sencilla.

Cuatro años nueve meses y quince días aquí encerrada. Completamente desequilibrada, pero nunca loca.

A veces bailo durante horas. Imagino las canciones más bonitas del mundo, imagino que soy una bailarina profundamente instruida en la danza, y antes de caer extenuada en una esquina de la acolchada habitación, oigo el estruendoso aplauso de un público que aúlla mi nombre, y que me hace sonreír dulcemente.

Y cuando me traen las gachas de todos los días a la hora de comer, insípidas, repulsivas, imagino que cada cucharada que tomo de ellas son exquisitos manjares cocinados en función de las recetas más sabrosas de la tierra.

Me encerraron aquí por imaginar, por tener una mente libre y colorida, juguetona, divertida, atrevida. “Estás loca” me decían una y otra vez... Pero en este sitio angosto lo único que puedo hacer es imaginar… este sitio fomenta mi imaginación.