domingo, 15 de abril de 2012


Querida Aureliana Daza:

Te vieron sentada en un bosque rodeada de nieve, barruntando sin fuerzas y haciendo boquetes con los dedos en la tierra congelada, dejando de nuevo que las hormigas rojas, las que envía el Diablo y que hablan entre labores del comunismo, te subieran por las piernas hasta anidar en los recovecos que ya no podías negar. En tus labios se dibujaba una exclamación, tenias los ojos reducidos al tamaño de una cabeza de alfiler y en un estado de inconsciencia pegajosa intentabas sin mucho ánimo comprender por qué las patas de hierro de aquel saltamontes de juguete que tenías cuando todos estaban sumidos en la más pura desolación te resultaron tan consoladoras.

La infibulación que te hiciste ya no estaba, la navaja oxidada y el alcohol que habías usado para cortarte los hilos con los que te cerraste se encontraban entre tus pies desnudos, en algunas de las cuerdas se veían trocitos de carne aún caliente. Te diste cuenta que ese cosido era la sanción que por exigencias morales impropias te pusiste, y recordaste que te zurciste escondida en un baño donde el olor a caca, mantequilla, amoniaco y jabón verde sellaron la punición que sin saber creías que era Castigo de Dios.

Luego caminaste entre los eucaliptos con las piernas abiertas dejando caer la sangre hasta el suelo blanco donde quedaba escarchada, simulando ser tulipanes venidos antes de tiempo. Paso a paso pretendías ignorar los ángeles malos que te siseaban desde las ramas más altas de los árboles nevados que remendaras lo desecho y que dejaban escapar entre mentiras una gran verdad, que tú, Aureliana, morirías de inanición.

Yo, que era uno de ellos, querida amiga mía, volé entre mis memorias para recordarte cuando comenzaste a creer que todos los que se iban en realidad volvían, que eran uno solo, así no existía el abandono, así la vida estaba llena de rencuentros y las ausencias solo eran sombras proyectadas en recuerdos violetas.

Entre sombras te pierdes en la más profunda incomprensión, y cada equis tiempo vuelven los sueños donde las ciudades están sumergidas en lagos, aquellos donde escapas de celebraciones donde vistes de blanco para solucionar los asuntos que te arañan y te muerden el ansia de forma salvaje en las horas de sol. Querida amiga mía, que guapa estarías riendo, serías invencible si dejaras de estar sola.

Y en realidad, ahora que me he quitado los hilos veo que todavía estoy cosida.
Y veo que no hay ángeles malos, ni nieve, ni eucaliptos.
Y el bosque que he inventado se me llena de sapitos que me croan al oido entre sonrisitas hieráticas
.


Aureliana Daza Buendía.

miércoles, 26 de octubre de 2011


Sentada en la barandilla del balcón escuchaste toda la noche gemir a una banshee. La buscaste en el laberinto de callejones que se expandía más allá de donde ningún catalejo puede mostrar y rezaste canciones tribales que ahuyentan a la muerte. Cuando quisieron fotografiarte te cubriste con las manos sudorosas la cara para que ninguno pudiera robarte un trocito de alma y giraste una silla sobre una pata en el sentido contrario de las agujas del reloj con una mano mientras que con la otra sostenías un paraguas abierto dentro de tu cocina pintada de amarillo. Luego desparramaste sal sobre la mesa y pusiste unas tijeras abiertas en frente de un espejo alumbrado con dos velas al mismo tiempo que murmurabas tres veces el nombre de Begoña.

Luego cuando la niebla robó la sombra de los pocos que aquel domingo se atrevieron a salir fuiste allí donde escriben con tiza en el suelo los nombres de los muertos y viste junto a un escupitajo el suyo delineado. Lo borraste con la lengua y corriendo entraste en el Templo para hacer sonar las campanas que anuncian la muerte de los Reyes.

En el cementerio repleto de cadáveres cubiertos con cal buscaste su rostro petrificado entre otros tantos cientos, vistes a madres y padres, a abuelos a nietos y a cerdos, hasta que finalmente la encontraste toda cubierta de vomito y meado, completamente desnuda y arañada por ratas.

Tirando de sus tobillos la paseaste por la ciudad hasta llegar al parque que tenía tu nombre y bajo el único sauce que quedaba cavaste su agujero como lo hacen los perros. Sin mas dilaciones la enterraste gritando en ninguna de las lenguas que te quedaban que habías perdido la batalla contra la soledad.

Anduviste en círculos por toda la ciudad maldiciéndote por no ser capaz de escindirte de ti misma, arrastrando una maleta de angustia y tristeza. Quisiste llorar a gritos con una sola vocal, echarte al suelo, revolcarte, tirarte de los pelos, darte cabezazos contra las piedras y patear las puertas, pero el orgullo y la represión amasaban toda tu cara, así que permaneciste estoica, autista, y nunca nadie vio nada a pesar de ser un animal acuchillado que emitía un gemido agudo constante desde el vientre.

Dónde está la diferencia, dónde queda.

Luego te fuiste al Limbo, al balcón desde el que casi podías ver todo, distinguiendo con precisión quirúrgica las almas que te hablaban envueltas en burbujas de humo, paseando entre ellas sin que ninguna te tocara, pinchando algunas con la única horquilla que te quedaba y riendo desfachatadamente de aquellos que se atrevían a intuirte. Estoica. Autista.

¿Pero dónde queda la diferencia?

martes, 27 de septiembre de 2011


La última tarde quisiste volver a ver al Diablo en la terraza donde servían café americano con caramelos de nata. Tal y como acostumbraba llegó antes de tiempo así que se distrajo cogiendo jazmines que brotaban entre las enredaderas de hiedra para ponerlos sobre la mesa. Sentado en la silla de hierro, con la cabeza apoyada sobre el dedo índice y pulgar, te esperó sin apartar la mirada de la puerta, enjugándose ocasionalmente la babilla que se le escapaba por las comisuras de los labios.

Cuando llegaste toda vestida de blanco y regalando sonrisas radiantes el fonógrafo que llevaba noventa y siete años sin funcionar comenzó a reproducir suaves lieder de Schumann, pero solo aquellos que habían sido compuestos para Clara Weist. Te saludó depositando un suave beso sobre la mano, aunque te la tuvo que limpiar avergonzado porque había dejado por descuido restos de saliva.

Después de tantos años olvidasteis ocultar la devoción y el afecto que sentíais, así que sin pudor llenasteis el velador de carcajadas agrietadas y cínica melancolía mientras que tres gatos negros se desperezaban bajo vuestros pies. Entre sorbo y sorbo de café os bebisteis a miradas de añoranza y os perdonasteis los años de distancia. Porque ya no había tiempo para las batallas de siempre, ni para desustanciar la comunicación hablando con sinceridad solamente en los espacios que dejan los diptongos.

Dando un manotazo a la taza de café y estampándola en el suelo musitaste mansamente que cumpliera su palabra. Justo ahí fue cuando al Diablo se le cayó de la cara la piel a tiras, dejando ver las lombrices blanquecinas de ojos morados que comían con parsimonia su carne podrida, así fue como se arrancó los parpados y le quedaron flotando los glóbulos oculares entre larvas y cucarachas voladoras que tenía que quitar con dedos reducidos al tamaño de briznas de hierba. Cada treinta segundos pasaba su lengua forrada con hongos por donde antes había labios para no derramar saliva, tragándose alguno de los insectos de los que estaba hecho.

Recuerdas muy bien la primera vez que quisiste perder, cuando todavía no sabías el significado de la palabra Satanás, cuando andabas toda medallaza, el pelo enredado por la cintura y las uñas llenas de mugre. Te vencí con gran dificultad y gané porque así se te antojó. Me llevé todo, y te dejé en una estación de tren con toda tu ropa esparcida por el suelo, la gente pisaba tus braguitas, tus camisetas desgastadas, ensuciaba con sus enormes e indiferentes suelas tu bolsa de plástico donde tendrías que volver a meter lo poco que rescataras. Podrías haber berreado, sollozar a gritos y haber llamado desgañitándote a quien tú quisieras. En lugar de eso llorabas apartándote a manotazos las lágrimas con orgullo, intentando ignorar el nudo en la garganta, escudriñándome desafiante con la mirada, tal y como lo haces ahora, asegurándote de que memorizabas bien mi rostro para buscarme si hacía falta allí donde Caronte no quiere entrar. La primera vez que se te antojó perder.

Después llegaron los años de la soledad descuajeringada en pequeñas esquinas de ti, pero recuperaste lo que te había quitado con un esfuerzo y tenacidad que no podrían haber sido reunidas por veinte hombres en plena juventud. Y cuando tus pies creían que iban a salir de las arenas movedizas me vendiste el alma. Me vendiste tu alma y yo no cumplí mi promesa. Siempre las cumplo, bien lo sabes, salvo cuando lo que se me ofrece es tan valioso que no puedo tenerlo.

Y ahora vuelve a apartarte las lagrimas a manotazos como hiciste aquel día y recopila los pedazos de alma que escondiste en las esquinas donde creías que habías guardado la soledad.

domingo, 31 de julio de 2011


Cuando la discordia se instaló en las nubes púrpuras saliste de tu fuerte para sentir el tufo agrio de la mortalidad. Llevabas el corazón en la boca, lo vomitaste en un ataque de miedo salvaje a la muerte, y generabas tus propios latidos mordiéndolo descompasadamente. En el ventrículo izquierdo se atisbaban inicios de necrosis, y el derecho derramaba un hilito de sangre constante procedente de una herida que tenías desde antes que lo expulsaras con la arcada afónica.


Paseaste dolorida y ensangrentada por tu ciudad, con el cuello y el pecho rociados de coágulos que reventaban alumbrando recuerdos, yendo allí donde tenías algo que ver por última vez. Te vieron debajo de un limonero, en una habitación azul donde años atrás habías dejado enterrada un pedacito de alma, enfrente de una tienda de verduras, en el templo de columnas infinitas. Viniste a verme, doscientas partes de ti vinieron a verme, aquí donde solías jugar con tizas de colores a pintar nigromantes, hechiceras y casas del revés. Tus lagrimas me confesaron entre susurros que eras un monstruo, un ser infame y nauseabundo, y te fuiste sin querer guardar mis suspiros y lamentos.

En el camino la crueldad no dejó de perseguirte, volviste a encontrar seres humanos putrefactos, rancios, culpables, torturados, y cuanto mas los mirabas mas te preguntabas cual era la diferencia entre tú y ellos. Fuiste varias veces a la Playa de los Difuntos, donde la gente bebía granizados de ron y fumaba cigarrillos de miel durante toda la noche danzando al son de ritmos y tambores africanos. Con los primeros rayos de sol comenzaba el suicidio colectivo y frenético, y tu, cansada, con las mandíbulas convertidas en polvo por el continuo mastique, parabas de morderte.

Entonces todo se volvía negro, y la música se atenuaba hasta ser más que un sonido un recuerdo de lo que se suponía que debía ser. Y cuando todo estaba a punto de acabar, apretabas las muelas de arriba contra las de abajo, siendo lo primero que sentías cuando te agarrabas a la vida, el olor inconfundible del perfume de los que un día creíste que fueron y ya no son. Mirabas alrededor, masticando rápido, y veías el mar ensangrentado lleno de cabezas jóvenes cortadas, observabas durante toda la mañana como llegaban las gaviotas y como saboreaban los ojos y los sesos, hasta que la marea de decapitados se perdía en el horizonte al atardecer. Entonces llegaban a la Playa de los Difuntos otros tantos dispuestos a degustar la última noche de su existencia.

En aquella playa viste llegar a todos los que quisiste. Abrigada con tu hoguera, colocada entre dunas de piedras y arena, veías como reían y bailaban, escuchabas sus palabras de amor y de despedida, los suspiros dando gracias por los años vividos. Después llegaba la muerte, y las gaviotas. Recogías y te ibas a otro lado, hasta que las cartas del tarot te amenazaban con la inminente muerte de uno de ellos.

Una noche alguien que todavía no esperabas te vio y se acercó paseando su vieja sonrisa, tarareando una canción que en algún momento habías aprendido. Al sentarse encendió el último cigarrillo de su paquete y le preguntaste enfurecida a las cartas porqué no te habían indicado bien la identidad del siguiente difunto. Entonces comenzó el cántico de los degollados que habían vuelto desde las profundidades del mar y viste que el tarot también sonreía trozos de cartulina en blanco. Volviste a llorar lágrimas de las que hablaban a media voz, mientras que se consumía el cigarro entre sus labios y el cántico se hacía cada vez más ensordecedor. Fue entonces, ante su mirada sonriente multiplicada por tres, cuando apretaste los puños y devolviste al pecho silencioso tu calido corazón envuelto en humo, arena y lagrimas. El salmo de los decapitados se ahogó para siempre, y cuando la hostilidad se desinstaló de las nubes, lo dejaste allí en tu lugar, con tus cartas del tarot, rodeado de sonrisas amadas y abandonaste cojeando la Playa de los Difuntos cuando los rayos del sol jugueteaba entre los tobillos de aquellos que ya no morirían allí.

miércoles, 25 de agosto de 2010



En el momento en el que su cráneo se desmenuzó sobre la solería del cenador, se evaporaron los escasos deseos de fragancia a arrayán que aún escondía sin saberlo, se esfumaron para siempre los indefinidos sueños tendidos en ramas de olivo; las esperanzas que flotaban en su mente como dóciles nenúfares en estanques de aguas turbias, se ahogaron en materia gris mezclada con jugos gástricos.

Räshad advirtió como Judit la Errante pasaba sus aguerridas piernas por la barandilla roñosa, vio como inclinaba sutilmente la cabeza para ver el suelo sobre el que se despedazaría. Angustiado observó el vuelo espectral de su vestido de gasa color escarlata, y desde su terraza, aulló implorante hasta romperse las cuerdas vocales su nombre e hizo lo posible para que sus manitas se aferraran a la balaustrada. Pero en el atardecer argentado y pegajoso ella inicio un vuelo digno de ave fénix, exquisita y brava incluso en el suicido; el universo entero contuvo el aliento mientras bailaba entre pájaros negros. El tiempo se detuvo y Judit la Errante, batiendo los brazos para paralizar la caída unas décimas de segundo, declamó contemplando abatida a Räshad: “Tú, el que vivió para olvidar”.

Entonces su cuerpo reventó como estallan los fuegos artificiales.

Räshad bajó templado a limpiar las vísceras combinadas con dedos, sesos y huesos, frotó estoicamente su sangre aun caliente con un estropajo de acero, sacudió maquinalmente de las parras cachos de carne joven amada, recogió con parsimonia su sonrisa torcida, su pecho encogido, sus manos implorantes y sus pies tensionados. Puso todos los restos en una vasija, su frente, su medula, todo su ser descuartizado por la colisión, y veintiuna noches más tarde los quemó en la meseta del Tassili.

Dos meses después, Räshad llegó a la aldea que la había visto partir cuando solo tenía dieciséis años y donde solo era Judit. El sobrenombre de Judit la Errante se lo ganaría en una verbena de saltimbanquis y titiriteros en la Patagonia Argentina, tras hacerles creer que desde hacia milenios bebía todos los equinoccios de otoño de un agua fabricada por ella misma que le confería vida eterna e inmortal juventud, que le permitía viajar de un lado a otro, allá donde soplara el viento.

Pero allí, en aquel pueblo de casas enlucidas con cal y de ventanas aderezadas con geranios, pueblo de arriates, de luz cegadora y calor opresivo, no había nadie, ni un ánima pérdida, o un gato negro de ojos verdes, las hojas de los arboles se movían por rutina porque ni siquiera había brisa que las meciera. Sin embargo Räshad no mostró un ápice de recelo y entró en la mansión con la que había soñado las últimas semanas, y tal y como hacía en los sueños subió al primer piso y abrió la quinta puerta a la derecha. El cuarto de su Yudit, la Errante.

Cuadros coloridos con argumentos tristes decoraban los muros de arriba a abajo, el suelo estaba tapizado con libros desperdigados y polvorientos, en su lecho aun quedaban retazos de una infancia lejana y corta, velas e incienso en las estanterías, poemas escritos en la ventana, y una única hoja encima de la cómoda. Apartándose los rizos negros del rostro Räshad leyó para sí:

“Premonición número 7:
Y cuando sobre el suelo se reviente mi cuerpo serán aniquilados del mundo aquellos que amé de forma idealizada porque solo existían en mi imaginación.
Aquellos que perduren serán lo real, los que no fui capaz de idealizar por escupirme antes de saludar la verdad, la suya, la que de ellos me valía.
Viernes 4 de diciembre de 1983”


Entonces Räshad, pasando la mano por sus cabellos sosegadamente, esbozó una media sonrisa y una media lágrima, y empezó a olvidar a Judit la errante para vivir.

miércoles, 12 de mayo de 2010


Coronel Gerineldo Márquez:

Porque para mí el mar rojo era un mar de cerezas, el mar negro un mar de ciruelas púrpuras, y el resto de océanos no se componía sino de toneladas de mangos, guayabas, nísperos, cocos, albaricoques y sandías. En el barco de vela en el que navegaba sobre olas de frutas, acariciaba el cielo compuesto por jirones de tela, a veces me enganchaba y trepaba por ellos, recreándome en la explosión de color y aroma que se desplegaba bajo mis pies desnudos.

Haga el favor de recordar aquella noche de calor fangoso en esa aldea del Sur del mundo, cuando musité que tenía pruebas irrefutables para creer que en el interior de los volcanes vivían cautivos dragones más vetustos que el tiempo. Pues bien, Coronel, los vi y los amé, les alivié las magulladuras que tenían en sus cuellos como consecuencia de las cadenas eternas que les ataban a la tierra. Eran criaturas fascinantes, profundamente sabias, pero arrastraban el sufrimiento de familias enteras ya sin descendencia. Cuando un volcán entra en erupción, el fuego que se derrama sobre los pueblos procede de ellos y de sus hondos lamentos que no siempre son capaces de controlar.

Querido amigo mío, usted hizo que viera las casas de cemento deslustrado entre las que vivía, allí el mar quedaba demasiado lejos como para sospecharlo siquiera. En su habitación, donde los tabiques estaban abarrotados de relojes y anotaciones con faenas pendientes, arruinó con miradas de aborrecimiento mis mitos acerca del amor (y otros demonios). Usted, Coronel, consiguió que olvidara el sabor del tomate con sal e implantó en mi cerebro la melodía más desesperante de la historia, me hizo ver, al fin y al cabo, una vida sin más aroma que el proporcionado por sopas frías de sobre, sin más vistas que pavimento ardiente. Cuánto asco había en sus palabras, hoy seré en su Memoria, Coronel, un recuerdo insípido y secundario, si es que sabe el significado de la palabra Memoria; se que mis palabras no romperán ninguna conciencia equivocada, menos la suya.

Gerineldo pasarán los años y para mi seguirán siendo las ramas de los árboles sierpes mansas, seguiré viendo arenques caminar, vestidos con frac y sombreros de copa por suburbios mientras que trafican con cocaína. Pasará la vida entera y los dos estaremos más que muertos, aunque como siempre, no habrá lugar para el odio, para el rencor o el resentimiento. Pero no habrá perdón. Respeto profundamente mi Memoria, bendigo mis Recuerdos más reales, los más dolorosos, crueles y asesinos debidos a usted, ellos hacen que sin perder contacto con la realidad, vea la vida pintada siguiendo la estética del muralismo mexicano.

Y si se tienen que levantar las fosas de media España, que lo hagan, que recuerde España entera febrilmente, que no olvide, que los españoles miren con temor y resignación la Historia, que pasado y futuro anden de la mano. Al final, Coronel, España y yo no somos tan distintas como así lo creía. Pobre Patria mía, rota, sola, traicionada, abandonada, olvidada, acuchillada, desolada, ella como yo anda en listas de segunda clase, qué decepción, cuánta vergüenza, cuantísima vergüenza.

Coronel, algo ha cambiado para siempre, incluso ahora, cuando el olvido ya estaba conseguido la historia se reinventa, y todas las nubes que hice, todos los muros guardados por centinelas que salté, ¿todas las danzas fúnebres que bailé?, fueron en honor a una historia en la que no brillaba la veracidad.

Pinto puertas cerradas, me tapo la carita, no quiero ver este horror.

Aureliana Daza Buendía

domingo, 11 de abril de 2010


Si, la tierra se rompió, cayeron guijarros del cielo, nos invadieron los insectos y se nos hincaron en la laringe. Nos crecieron hongos en los intestinos, fuimos amenazados por verdugos, mandaron a nuestras hijas a burdeles dominados por una humedad que se comía las paredes, paredes agujereadas por larvas fétidas.

Si, por delante tenemos kilómetros de siniestro y soledad, de tierra yerma, seca. Estéril. El sol nos acuchilla el espinazo, nos limpiamos la grasa de la cara con los dedos regados en sangre. (Recuerdo los manteles tendidos en las antenas de televisión moviéndose al compás de la brisa, las horas de siesta en el desván saboreando el aceite de los oleos derretidos en las ventanas, las sonrisas inocentes y confiadas).

Si, hemos perdido demasiado. Deberán pasar bastantes generaciones para que nuestros gatos vuelvan a ronronear, para que tu guitarra vuelva a cantar afinadamente, para que olvidemos los gritos de nuestros estómagos. Ahora está en nuestras manos, frágil, el futuro, incierto, inescrutable. Ronco. Y da miedo.

Cuando no quedaba nada, solo rastrojos que arañaban los labios y ansiedad en las papilas gustativas creímos conveniente, antes de que llegara el invierno, ir hacia donde el viento es peinado al borde de los acantilados y llorar allí los muertos arropados en cal. Prohibí en señal de luto volver a nombrar el Sur en tres años consecutivos.

Y bailando cariocas de fuego en los acantilados anunciamos a los buques de Normandía que ansiábamos migajas de pan, que requeríamos asistencia médica para los mutilados, que necesitábamos ponernos en contacto con los exiliados para anunciarles que su vuelta ya era factible.


(Me confundí entre el griterío de manos reclamantes y escondida entre las rocas del espigón cosí mis propias heridas. Tras cinco años y una guerra civil de por medio, comprendí que no íbamos a olvidarnos de aquello que a ti y a mí nos quitaron de las manos injustamente. Llegarían guerras mundiales, desastres nucleares y atentados suicidas, pero en la distancia tú y yo seguiríamos maldiciendo la forma en la que el destino se cebó de nosotros).