sábado, 19 de septiembre de 2009

Los papiros se desperdigaron a través de la galería tapizada con hiedras, entre las cuales ocultasteis muchas tardes atrás una serie de monedas transportadas directamente del atávico comercio de la época del Imperio Romano.

Observabas encubierta detrás de la fuente de la que nunca llegó a emanar agua sus impulsos autodestructivos. Analizabas como se tiraba del pelo hasta arrancarse mechones posteriormente ingeridos con el propósito de ahogarse, aunque después de tantos ataques sabías que solo acabaría vomitando una bilis verde pestífera sobre la cual se revolcaría como un animal en celo durante horas.

Teníais pegado en el paladar el sabor de la lluvia del mes de julio e incrustado en la espina dorsal los aguijones de las avispas a las que tentabais en vuestros ritos hindúes. Las gallinas sedientas de grano clavaban sus picos en vuestros agrietados pies siempre descalzos, fragmentando con sus patas los pergaminos alumbrados por el tiempo.

La noche del tres de octubre de 1.992 aún la llevabas guardada en la retina. Explotó todos los vasos de la cocina entre sus manos emitiendo berridos guturales, trastornados en carcajadas agudas cuando se vertió vinagre sobre sus llagas sangrantes. Sin más abrigo que una blusa lo seguiste en toda su subida hacia la cima más alta del Mare Nostrum, sintiendo el tibio jadeo de los chacales en la nuca. Lo invitabas a salir de la oscuridad. Pero él creía que tu voz era el eco sofocado de sus pensamientos.

En ambos lados del corredor se encontraban dos ejércitos hermanos atrincherados en la ceguera. Se disparaban esos pliegos que volaban de un lado a otro y que tanto os estorbaban. Sabíais que se perderían las monedas, y que las hiedras arderían en tinta, y que las gallinas ya no tendrían picos para clavar en vuestros pies.

Cuando más le temías, sin embargo, era cuando con la cólera de un Dios griego se apostaba delante de cualquier lienzo a pintar la música que sabías que solo oía en su clarividencia deslucida. Chorreones de colores resbalaban de aquellas telas en todas las direcciones, salpicando incluso con el oleo los altos techos agrietados por sus propias uñas. Pinturas oscuras de aquelarres, bataholas y brujas, de mujeres con sonrisa perversa levitando en sillas, siempre envueltas en un halo de crueldad.

Así que apreciando el sufrimiento de cada uno de tus órganos por el paso de los diabólicos años, marchaste galería abajo, entre las palabras confundidas con balas, las gallinas reventadas contra el suelo esparciendo su caliente sangre en los papiros, aferrándote a ti misma, agarrándote la piel para que no se desmoronara, sin girarte por si su mirada estaba fija en ti.