viernes, 19 de junio de 2009


Darío Dubois se vio obligado a volver sobre sus pasos, y aunque no rehízo el camino, el así lo creyó. Mayú Vaiko, por su lado se vio abocada al delirio infame de los sueños y avanzaba peligrosamente hacia el alzheimer. La han visto recientemente por San Francisco, con más de ochenta años, anacrónica, luciendo flores rojas en su estropajoso pelo, hablando sola.

Mayú llevaba en su alma el peso de las protagonistas de las tragedias griegas, y aunque siempre elegante en su forma de andar, en ocasiones perdía su estirada compostura para hacerse un ovillo y lloriquear durante horas sin saber por qué.

Yo he seguido durante todos estas décadas a ambos. Es cierto que Mayú estaba preciosa bajo la luz de los focos de los antiguos teatros y todavía recuerdo la capacidad de comunicar que tenía sobre el escenario, su hiriente mirada en el espectador y su desgarradora voz trabajada diariamente. Sí, es cierto

Mi pobre Darío Dubois lo sabía. Escuchaba hablar de ella en las tascas, en las cadenas de radio locales. Y por supuesto, iba a verla a cada espectáculo. Agarrado a la butaca con las uñas se estremecía con cada acción que ella llevaba a cabo, asfixiándose en sus molestas lágrimas. Mayú le sentía. Era consciente de que le miraba, y le encantaba. Y estaba al tanto de que la caja de bombones que le esperaban en el camerino eran de él.

Siempre vestido con su traje de pana negro y el sombrero de terciopelo a pesar de la violencia del sol, lo solía ver en la orilla del Danubio cada tres o cuatro años, completamente desecho en nervios y muy envejecido, retorciéndose de miedo ante la llegada del cólera a la ciudad, gritando a los perros que la trajeran inmediatamente a su lado, aunque fuera muerta.

A la vida le faltan finales felices. De hecho, a la vida le faltan finales. Esta mañana, en San Petersburgo les he visto uno enfrente del otro. Mirándose sin reconocerse. El uno con una botella de whisky barato en la mano. La otra con la cabeza llena de flores.
Sesenta y tres años esperando ese momento. Para no reconocerse en el último esfuerzo.