miércoles, 25 de agosto de 2010



En el momento en el que su cráneo se desmenuzó sobre la solería del cenador, se evaporaron los escasos deseos de fragancia a arrayán que aún escondía sin saberlo, se esfumaron para siempre los indefinidos sueños tendidos en ramas de olivo; las esperanzas que flotaban en su mente como dóciles nenúfares en estanques de aguas turbias, se ahogaron en materia gris mezclada con jugos gástricos.

Räshad advirtió como Judit la Errante pasaba sus aguerridas piernas por la barandilla roñosa, vio como inclinaba sutilmente la cabeza para ver el suelo sobre el que se despedazaría. Angustiado observó el vuelo espectral de su vestido de gasa color escarlata, y desde su terraza, aulló implorante hasta romperse las cuerdas vocales su nombre e hizo lo posible para que sus manitas se aferraran a la balaustrada. Pero en el atardecer argentado y pegajoso ella inicio un vuelo digno de ave fénix, exquisita y brava incluso en el suicido; el universo entero contuvo el aliento mientras bailaba entre pájaros negros. El tiempo se detuvo y Judit la Errante, batiendo los brazos para paralizar la caída unas décimas de segundo, declamó contemplando abatida a Räshad: “Tú, el que vivió para olvidar”.

Entonces su cuerpo reventó como estallan los fuegos artificiales.

Räshad bajó templado a limpiar las vísceras combinadas con dedos, sesos y huesos, frotó estoicamente su sangre aun caliente con un estropajo de acero, sacudió maquinalmente de las parras cachos de carne joven amada, recogió con parsimonia su sonrisa torcida, su pecho encogido, sus manos implorantes y sus pies tensionados. Puso todos los restos en una vasija, su frente, su medula, todo su ser descuartizado por la colisión, y veintiuna noches más tarde los quemó en la meseta del Tassili.

Dos meses después, Räshad llegó a la aldea que la había visto partir cuando solo tenía dieciséis años y donde solo era Judit. El sobrenombre de Judit la Errante se lo ganaría en una verbena de saltimbanquis y titiriteros en la Patagonia Argentina, tras hacerles creer que desde hacia milenios bebía todos los equinoccios de otoño de un agua fabricada por ella misma que le confería vida eterna e inmortal juventud, que le permitía viajar de un lado a otro, allá donde soplara el viento.

Pero allí, en aquel pueblo de casas enlucidas con cal y de ventanas aderezadas con geranios, pueblo de arriates, de luz cegadora y calor opresivo, no había nadie, ni un ánima pérdida, o un gato negro de ojos verdes, las hojas de los arboles se movían por rutina porque ni siquiera había brisa que las meciera. Sin embargo Räshad no mostró un ápice de recelo y entró en la mansión con la que había soñado las últimas semanas, y tal y como hacía en los sueños subió al primer piso y abrió la quinta puerta a la derecha. El cuarto de su Yudit, la Errante.

Cuadros coloridos con argumentos tristes decoraban los muros de arriba a abajo, el suelo estaba tapizado con libros desperdigados y polvorientos, en su lecho aun quedaban retazos de una infancia lejana y corta, velas e incienso en las estanterías, poemas escritos en la ventana, y una única hoja encima de la cómoda. Apartándose los rizos negros del rostro Räshad leyó para sí:

“Premonición número 7:
Y cuando sobre el suelo se reviente mi cuerpo serán aniquilados del mundo aquellos que amé de forma idealizada porque solo existían en mi imaginación.
Aquellos que perduren serán lo real, los que no fui capaz de idealizar por escupirme antes de saludar la verdad, la suya, la que de ellos me valía.
Viernes 4 de diciembre de 1983”


Entonces Räshad, pasando la mano por sus cabellos sosegadamente, esbozó una media sonrisa y una media lágrima, y empezó a olvidar a Judit la errante para vivir.

miércoles, 12 de mayo de 2010


Coronel Gerineldo Márquez:

Porque para mí el mar rojo era un mar de cerezas, el mar negro un mar de ciruelas púrpuras, y el resto de océanos no se componía sino de toneladas de mangos, guayabas, nísperos, cocos, albaricoques y sandías. En el barco de vela en el que navegaba sobre olas de frutas, acariciaba el cielo compuesto por jirones de tela, a veces me enganchaba y trepaba por ellos, recreándome en la explosión de color y aroma que se desplegaba bajo mis pies desnudos.

Haga el favor de recordar aquella noche de calor fangoso en esa aldea del Sur del mundo, cuando musité que tenía pruebas irrefutables para creer que en el interior de los volcanes vivían cautivos dragones más vetustos que el tiempo. Pues bien, Coronel, los vi y los amé, les alivié las magulladuras que tenían en sus cuellos como consecuencia de las cadenas eternas que les ataban a la tierra. Eran criaturas fascinantes, profundamente sabias, pero arrastraban el sufrimiento de familias enteras ya sin descendencia. Cuando un volcán entra en erupción, el fuego que se derrama sobre los pueblos procede de ellos y de sus hondos lamentos que no siempre son capaces de controlar.

Querido amigo mío, usted hizo que viera las casas de cemento deslustrado entre las que vivía, allí el mar quedaba demasiado lejos como para sospecharlo siquiera. En su habitación, donde los tabiques estaban abarrotados de relojes y anotaciones con faenas pendientes, arruinó con miradas de aborrecimiento mis mitos acerca del amor (y otros demonios). Usted, Coronel, consiguió que olvidara el sabor del tomate con sal e implantó en mi cerebro la melodía más desesperante de la historia, me hizo ver, al fin y al cabo, una vida sin más aroma que el proporcionado por sopas frías de sobre, sin más vistas que pavimento ardiente. Cuánto asco había en sus palabras, hoy seré en su Memoria, Coronel, un recuerdo insípido y secundario, si es que sabe el significado de la palabra Memoria; se que mis palabras no romperán ninguna conciencia equivocada, menos la suya.

Gerineldo pasarán los años y para mi seguirán siendo las ramas de los árboles sierpes mansas, seguiré viendo arenques caminar, vestidos con frac y sombreros de copa por suburbios mientras que trafican con cocaína. Pasará la vida entera y los dos estaremos más que muertos, aunque como siempre, no habrá lugar para el odio, para el rencor o el resentimiento. Pero no habrá perdón. Respeto profundamente mi Memoria, bendigo mis Recuerdos más reales, los más dolorosos, crueles y asesinos debidos a usted, ellos hacen que sin perder contacto con la realidad, vea la vida pintada siguiendo la estética del muralismo mexicano.

Y si se tienen que levantar las fosas de media España, que lo hagan, que recuerde España entera febrilmente, que no olvide, que los españoles miren con temor y resignación la Historia, que pasado y futuro anden de la mano. Al final, Coronel, España y yo no somos tan distintas como así lo creía. Pobre Patria mía, rota, sola, traicionada, abandonada, olvidada, acuchillada, desolada, ella como yo anda en listas de segunda clase, qué decepción, cuánta vergüenza, cuantísima vergüenza.

Coronel, algo ha cambiado para siempre, incluso ahora, cuando el olvido ya estaba conseguido la historia se reinventa, y todas las nubes que hice, todos los muros guardados por centinelas que salté, ¿todas las danzas fúnebres que bailé?, fueron en honor a una historia en la que no brillaba la veracidad.

Pinto puertas cerradas, me tapo la carita, no quiero ver este horror.

Aureliana Daza Buendía

domingo, 11 de abril de 2010


Si, la tierra se rompió, cayeron guijarros del cielo, nos invadieron los insectos y se nos hincaron en la laringe. Nos crecieron hongos en los intestinos, fuimos amenazados por verdugos, mandaron a nuestras hijas a burdeles dominados por una humedad que se comía las paredes, paredes agujereadas por larvas fétidas.

Si, por delante tenemos kilómetros de siniestro y soledad, de tierra yerma, seca. Estéril. El sol nos acuchilla el espinazo, nos limpiamos la grasa de la cara con los dedos regados en sangre. (Recuerdo los manteles tendidos en las antenas de televisión moviéndose al compás de la brisa, las horas de siesta en el desván saboreando el aceite de los oleos derretidos en las ventanas, las sonrisas inocentes y confiadas).

Si, hemos perdido demasiado. Deberán pasar bastantes generaciones para que nuestros gatos vuelvan a ronronear, para que tu guitarra vuelva a cantar afinadamente, para que olvidemos los gritos de nuestros estómagos. Ahora está en nuestras manos, frágil, el futuro, incierto, inescrutable. Ronco. Y da miedo.

Cuando no quedaba nada, solo rastrojos que arañaban los labios y ansiedad en las papilas gustativas creímos conveniente, antes de que llegara el invierno, ir hacia donde el viento es peinado al borde de los acantilados y llorar allí los muertos arropados en cal. Prohibí en señal de luto volver a nombrar el Sur en tres años consecutivos.

Y bailando cariocas de fuego en los acantilados anunciamos a los buques de Normandía que ansiábamos migajas de pan, que requeríamos asistencia médica para los mutilados, que necesitábamos ponernos en contacto con los exiliados para anunciarles que su vuelta ya era factible.


(Me confundí entre el griterío de manos reclamantes y escondida entre las rocas del espigón cosí mis propias heridas. Tras cinco años y una guerra civil de por medio, comprendí que no íbamos a olvidarnos de aquello que a ti y a mí nos quitaron de las manos injustamente. Llegarían guerras mundiales, desastres nucleares y atentados suicidas, pero en la distancia tú y yo seguiríamos maldiciendo la forma en la que el destino se cebó de nosotros).

lunes, 15 de febrero de 2010


Finalmente dividieron la ciudad en dos pedazos, apartaron familias, amigos, arrancaron de cuajo la identidad e integridad de una comunidad ya avasallada en siglos precedentes y pretendieron aniquilar vínculos sociológicos. Vergüenza, dos fuerzas fluctuando a orillas de un surco tóxico que separaba a personas que se añorarían durante un tercio de siglo.

Y fuiste elegida humana del año por saltar el muro y haber huido de un lado a otro a plena luz del día sin ser asesinada por los guardias de seguridad que vigilaban la trinchera fría. Te recibieron con abrazos y dulces, con derechos y beneficios, con libros de historia y política moderna. Humana del año qué dejabas atrás… no tuvimos otra opción que la de quemarte sin pausa en el olvido durante las imperturbables noches de invierno juntando cuerpos y espantando tus sonrisas grises a escobazos.

Y se borraron de tus fotografías las bufandas que llevaste aquel invierno, los gorros de lana, la mochila de cuero y los cigarrillos a medio acabar. Las alarmas dejaron de crispar los ánimos, llegó la calma devastadora, el silencio merecido. Todos acordamos tu muerte fingida como el mejor final.


Cayó el muro.


Y la humana del año de hace muchos años estaba en primera línea para buscar a todos los que había dejado atrás, con el flequillo despeinado, con un martillo en la mano, golpeando una y otra vez la pared para borrar la vergüenza de una generación, buscándome entre todas las caras desconocidas, irreconocible, delgada como nunca, triste como siempre.

Y después de que cayera el muro, después de que te vistieras con las mismas prendas que llevaste aquel invierno, después de que te eligieran humana del siglo, al ver en nuestras miradas el pasmo y la incomprensión entendiste que eras para nosotros un fantasma.

Un recuerdo olvidado hace ya demasiado tiempo.