domingo, 23 de agosto de 2009


El batido helado de melón sin azúcar se agrió tras pasar toda la tarde en el velador de la terraza, bajo un sol asesino que logró silenciar incluso a las chicharras. Camuflada en el vestido ambarino de cachemira cogiste tu vieja bicicleta oxidada y partiste hacia donde todos fueran extraños.

Querías descoser tu boca zurcida con agujas de crochet y bailar alrededor de un caldero brujo cualquier danza oriental invocando a los fuegos fatuos para no estar sola nunca más. Ansiabas olvidar los recuerdos de una vida no vivida que poseías por la memoria genética, esa que se transmite de padres a hijos mediante la herencia biológica y que nos marca la vida incluso desde antes de ser cigotos. Temías que tus vivencias se eternizaran en tu descendencia.

Pero no llegaste muy lejos. Hacía años que no llorabas y las lágrimas atesoradas no fueron capaces de darte una tregua ni siquiera para seguir pedaleando. Debajo de los cocoteros del jardín que esbozaste tantas veces sollozaste por el batido de melón podrido, por el sol abrasador y por tu precioso vestido repleto de barro. Por tus padres, que ahora parecían ser más críos que tú, por tus hermanos dispersados por el mundo. Por ti, que tendrías que reconstruirte entera.

No sabías perder, ni darte por vencida, odiabas las retiradas porque manifestaban ausencia de coraje. Eras una innegable guerrera y batallabas deshonestamente si era preciso para lograr tus objetivos. Por eso te compadecías, porque en tu destino estaba punteada la senda de la abdicación. Aquella asfixiante tarde volviste a sentir dardos dentro de ti.

Eras consciente de que se terminó el disiparse en las esquinas de la noche, sabías que ya no constarían más pecados compartidos (las mentiras calculadas entre dos siempre fueron mejor que las trazadas y defendidas por uno solo). Los últimos acordes que escuchaste de su pianola volvieron a ser acariciados con exactitud por un nieto bastardo que nunca conociste. Las grabaste de tal forma en tu memoria que se traspasaron de generación en generación a través del legado memorístico, ese que pretendiste descuartizar con golpes de hechicería gitana.

(Llegó el tiempo del silencio odiado, donde pretendiste construir recuerdos imaginados de acontecimientos que nunca viviste para resistir al sentimiento de culpabilidad que te retornaba negra la sangre).

martes, 11 de agosto de 2009


Pasó su infancia saltando de azotea en azotea, empapándose del olor mojado de la ropa recién lavada. Se deslizaba como una lagartija escurridiza entre los puestos del zoco, cuidando de que no se le cayeran las chucherías que guardaba en el bolsillo trasero de sus raidos pantalones.

Iba y venía montada en olas, echando espumarajos por la boca, con el pelo enmarañado y las mejillas llenas de arañones de ratas hambrientas. Hablaba con los espíritus de las montañas del este, movía las cosas con la mente e intentaba comunicarse telepáticamente. Comía una tras otra sus anheladas chucherías.

Nunca se comprendió como, pero sin saber leer conocía de antemano lo que se escribía en las enciclopedias, haciéndola dueña de una agudeza superior a la de sus contemporáneos. Sabiéndose socialmente inepta, a la edad de nueve años, empezó su derrotero hacia la civilización, dejando de lado los robos de dulces en el bazar, renunciando a escuchar los lamentos de las ánimas traídos por el viento.

Con veinte años solo quedaba del salvajismo infantil su mirada inquisidora, basada en la desconfianza y su animalesco instinto de supervivencia que la hacía fugarse de un lado a otro. Entendió que nació para huir el día en el que recordó porqué en su mente no había reminiscencias de sus padres.

Andaba a la deriva en un mar de atajos que la alejaban de un camino deseado que nunca alcanzaba. Se perdía mirando las hormigas africanas, salivando pensando en sus chucherías. Iba y venía montada en corrientes de aire, atravesando pueblos y ciudades sin escrúpulo.

Fue la época de las grandes pasiones, de las madrugadas tintadas de lujuria en callejones húmedos, de la ansiedad localizada justo debajo del ombligo. Ya no saltaba de azotea en azotea, si no de hombre en hombre, deslizándose entre ellos no como una frágil lagartija, si no como una auténtica serpiente de cascabel. Llegaba a ellos de improviso, quedándose instalada en un lugar inalcanzable de sus memorias olvidadizas… Aunque nunca, nunca, nunca pudo olvidar al tipo aquel que le rompió sus esquemas.

De ningún modo él creyó los cuentos de que había nacido para huir, ni se interesó siquiera por su deambule sempiterno por el mundo. La culpabilidad de haber nacido pesaba sobre la espalda de ella, así que con el cariño paternal que nunca había recibido, le susurró al oído que no se podía huir de lo que no le perseguía, y que hacer frente a las cosas era lo más humano que podría hacer a lo largo de su vida. Le insistió en que no se preocupara por el fuego eterno, porque las autopistas del cielo llevan colapsadas centurias enteras y que pocas ánimas se ven destinadas al infierno…

Guardó hasta el día de su muerte esta aventura excéntrica. Pero con el paso del tiempo, las voces de los fantasmas le resonaban en sus vértices, los quejidos de los animales se le clavaban en el alma. Así que se abandonó al misticismo, a la quiromancia y a la lectura de las cartas del tarot, así como al estudio de la astronomía y a los análisis modernos de la telepatía. Se sumió en lo que siempre había sido a escondidas... Cada segundo más muerta, más ciega, más sorda.

Más muerta.

domingo, 2 de agosto de 2009


Antes del comienzo del cataclismo subí las escaleras sin barandillas para ponerme los zapatos de charol negro que compré para mi funeral hace veintisiete años. Estaban justo donde los vi por última vez, en el fondo del armario, debajo de los juegos de sabanas protegidas con alcanfor.

Cuando me asomé a la ventana para ver si de verdad el viento esquizofrénico levantaba las raíces de los árboles centenarios, la vi de espaldas, andando impertérrita a lo abstracto. Se aferraba a su paraguas rojo que daba fuertes sacudidas en respuesta a la violencia del viento.

No podía quitar mis ojos de ella, ni de su paraguas, ni mucho menos de su aplastante presencia. Se que en algún momento los zapatos fúnebres se cayeron al suelo, y sentí como las mangostas empezaban a entrar en mi habitación por debajo de la puerta.

Con paso firme, sabiendo que pensaba únicamente en su objetivo, soltó el paraguas rojo que voló arrastrado por el huracán, y sin preocuparse siquiera por su integridad física, huyó al desierto de arena negra, donde el calor solo fue su motivación para avanzar. Completamente animalizada, se dejaba picar por los escorpiones que le administraban un veneno que no la mataba, pero que la hacia delirar durante horas para olvidar la pesadumbre decimonónica.

Para entonces las mangostas ya habían devorado casi por completo mi memoria, y lo último que recuerdo es estar tirado en el suelo de madera que temblaba estrepitosamente con el zapato izquierdo de charol negro plantado en mi mejilla, como si el cataclismo fuera un ser invisible que pretendía matarme antes de que se produjera la erupción del volcán que borró del mapa mi hogar.