domingo, 2 de agosto de 2009


Antes del comienzo del cataclismo subí las escaleras sin barandillas para ponerme los zapatos de charol negro que compré para mi funeral hace veintisiete años. Estaban justo donde los vi por última vez, en el fondo del armario, debajo de los juegos de sabanas protegidas con alcanfor.

Cuando me asomé a la ventana para ver si de verdad el viento esquizofrénico levantaba las raíces de los árboles centenarios, la vi de espaldas, andando impertérrita a lo abstracto. Se aferraba a su paraguas rojo que daba fuertes sacudidas en respuesta a la violencia del viento.

No podía quitar mis ojos de ella, ni de su paraguas, ni mucho menos de su aplastante presencia. Se que en algún momento los zapatos fúnebres se cayeron al suelo, y sentí como las mangostas empezaban a entrar en mi habitación por debajo de la puerta.

Con paso firme, sabiendo que pensaba únicamente en su objetivo, soltó el paraguas rojo que voló arrastrado por el huracán, y sin preocuparse siquiera por su integridad física, huyó al desierto de arena negra, donde el calor solo fue su motivación para avanzar. Completamente animalizada, se dejaba picar por los escorpiones que le administraban un veneno que no la mataba, pero que la hacia delirar durante horas para olvidar la pesadumbre decimonónica.

Para entonces las mangostas ya habían devorado casi por completo mi memoria, y lo último que recuerdo es estar tirado en el suelo de madera que temblaba estrepitosamente con el zapato izquierdo de charol negro plantado en mi mejilla, como si el cataclismo fuera un ser invisible que pretendía matarme antes de que se produjera la erupción del volcán que borró del mapa mi hogar.