martes, 11 de agosto de 2009


Pasó su infancia saltando de azotea en azotea, empapándose del olor mojado de la ropa recién lavada. Se deslizaba como una lagartija escurridiza entre los puestos del zoco, cuidando de que no se le cayeran las chucherías que guardaba en el bolsillo trasero de sus raidos pantalones.

Iba y venía montada en olas, echando espumarajos por la boca, con el pelo enmarañado y las mejillas llenas de arañones de ratas hambrientas. Hablaba con los espíritus de las montañas del este, movía las cosas con la mente e intentaba comunicarse telepáticamente. Comía una tras otra sus anheladas chucherías.

Nunca se comprendió como, pero sin saber leer conocía de antemano lo que se escribía en las enciclopedias, haciéndola dueña de una agudeza superior a la de sus contemporáneos. Sabiéndose socialmente inepta, a la edad de nueve años, empezó su derrotero hacia la civilización, dejando de lado los robos de dulces en el bazar, renunciando a escuchar los lamentos de las ánimas traídos por el viento.

Con veinte años solo quedaba del salvajismo infantil su mirada inquisidora, basada en la desconfianza y su animalesco instinto de supervivencia que la hacía fugarse de un lado a otro. Entendió que nació para huir el día en el que recordó porqué en su mente no había reminiscencias de sus padres.

Andaba a la deriva en un mar de atajos que la alejaban de un camino deseado que nunca alcanzaba. Se perdía mirando las hormigas africanas, salivando pensando en sus chucherías. Iba y venía montada en corrientes de aire, atravesando pueblos y ciudades sin escrúpulo.

Fue la época de las grandes pasiones, de las madrugadas tintadas de lujuria en callejones húmedos, de la ansiedad localizada justo debajo del ombligo. Ya no saltaba de azotea en azotea, si no de hombre en hombre, deslizándose entre ellos no como una frágil lagartija, si no como una auténtica serpiente de cascabel. Llegaba a ellos de improviso, quedándose instalada en un lugar inalcanzable de sus memorias olvidadizas… Aunque nunca, nunca, nunca pudo olvidar al tipo aquel que le rompió sus esquemas.

De ningún modo él creyó los cuentos de que había nacido para huir, ni se interesó siquiera por su deambule sempiterno por el mundo. La culpabilidad de haber nacido pesaba sobre la espalda de ella, así que con el cariño paternal que nunca había recibido, le susurró al oído que no se podía huir de lo que no le perseguía, y que hacer frente a las cosas era lo más humano que podría hacer a lo largo de su vida. Le insistió en que no se preocupara por el fuego eterno, porque las autopistas del cielo llevan colapsadas centurias enteras y que pocas ánimas se ven destinadas al infierno…

Guardó hasta el día de su muerte esta aventura excéntrica. Pero con el paso del tiempo, las voces de los fantasmas le resonaban en sus vértices, los quejidos de los animales se le clavaban en el alma. Así que se abandonó al misticismo, a la quiromancia y a la lectura de las cartas del tarot, así como al estudio de la astronomía y a los análisis modernos de la telepatía. Se sumió en lo que siempre había sido a escondidas... Cada segundo más muerta, más ciega, más sorda.

Más muerta.