miércoles, 26 de octubre de 2011


Sentada en la barandilla del balcón escuchaste toda la noche gemir a una banshee. La buscaste en el laberinto de callejones que se expandía más allá de donde ningún catalejo puede mostrar y rezaste canciones tribales que ahuyentan a la muerte. Cuando quisieron fotografiarte te cubriste con las manos sudorosas la cara para que ninguno pudiera robarte un trocito de alma y giraste una silla sobre una pata en el sentido contrario de las agujas del reloj con una mano mientras que con la otra sostenías un paraguas abierto dentro de tu cocina pintada de amarillo. Luego desparramaste sal sobre la mesa y pusiste unas tijeras abiertas en frente de un espejo alumbrado con dos velas al mismo tiempo que murmurabas tres veces el nombre de Begoña.

Luego cuando la niebla robó la sombra de los pocos que aquel domingo se atrevieron a salir fuiste allí donde escriben con tiza en el suelo los nombres de los muertos y viste junto a un escupitajo el suyo delineado. Lo borraste con la lengua y corriendo entraste en el Templo para hacer sonar las campanas que anuncian la muerte de los Reyes.

En el cementerio repleto de cadáveres cubiertos con cal buscaste su rostro petrificado entre otros tantos cientos, vistes a madres y padres, a abuelos a nietos y a cerdos, hasta que finalmente la encontraste toda cubierta de vomito y meado, completamente desnuda y arañada por ratas.

Tirando de sus tobillos la paseaste por la ciudad hasta llegar al parque que tenía tu nombre y bajo el único sauce que quedaba cavaste su agujero como lo hacen los perros. Sin mas dilaciones la enterraste gritando en ninguna de las lenguas que te quedaban que habías perdido la batalla contra la soledad.

Anduviste en círculos por toda la ciudad maldiciéndote por no ser capaz de escindirte de ti misma, arrastrando una maleta de angustia y tristeza. Quisiste llorar a gritos con una sola vocal, echarte al suelo, revolcarte, tirarte de los pelos, darte cabezazos contra las piedras y patear las puertas, pero el orgullo y la represión amasaban toda tu cara, así que permaneciste estoica, autista, y nunca nadie vio nada a pesar de ser un animal acuchillado que emitía un gemido agudo constante desde el vientre.

Dónde está la diferencia, dónde queda.

Luego te fuiste al Limbo, al balcón desde el que casi podías ver todo, distinguiendo con precisión quirúrgica las almas que te hablaban envueltas en burbujas de humo, paseando entre ellas sin que ninguna te tocara, pinchando algunas con la única horquilla que te quedaba y riendo desfachatadamente de aquellos que se atrevían a intuirte. Estoica. Autista.

¿Pero dónde queda la diferencia?

martes, 27 de septiembre de 2011


La última tarde quisiste volver a ver al Diablo en la terraza donde servían café americano con caramelos de nata. Tal y como acostumbraba llegó antes de tiempo así que se distrajo cogiendo jazmines que brotaban entre las enredaderas de hiedra para ponerlos sobre la mesa. Sentado en la silla de hierro, con la cabeza apoyada sobre el dedo índice y pulgar, te esperó sin apartar la mirada de la puerta, enjugándose ocasionalmente la babilla que se le escapaba por las comisuras de los labios.

Cuando llegaste toda vestida de blanco y regalando sonrisas radiantes el fonógrafo que llevaba noventa y siete años sin funcionar comenzó a reproducir suaves lieder de Schumann, pero solo aquellos que habían sido compuestos para Clara Weist. Te saludó depositando un suave beso sobre la mano, aunque te la tuvo que limpiar avergonzado porque había dejado por descuido restos de saliva.

Después de tantos años olvidasteis ocultar la devoción y el afecto que sentíais, así que sin pudor llenasteis el velador de carcajadas agrietadas y cínica melancolía mientras que tres gatos negros se desperezaban bajo vuestros pies. Entre sorbo y sorbo de café os bebisteis a miradas de añoranza y os perdonasteis los años de distancia. Porque ya no había tiempo para las batallas de siempre, ni para desustanciar la comunicación hablando con sinceridad solamente en los espacios que dejan los diptongos.

Dando un manotazo a la taza de café y estampándola en el suelo musitaste mansamente que cumpliera su palabra. Justo ahí fue cuando al Diablo se le cayó de la cara la piel a tiras, dejando ver las lombrices blanquecinas de ojos morados que comían con parsimonia su carne podrida, así fue como se arrancó los parpados y le quedaron flotando los glóbulos oculares entre larvas y cucarachas voladoras que tenía que quitar con dedos reducidos al tamaño de briznas de hierba. Cada treinta segundos pasaba su lengua forrada con hongos por donde antes había labios para no derramar saliva, tragándose alguno de los insectos de los que estaba hecho.

Recuerdas muy bien la primera vez que quisiste perder, cuando todavía no sabías el significado de la palabra Satanás, cuando andabas toda medallaza, el pelo enredado por la cintura y las uñas llenas de mugre. Te vencí con gran dificultad y gané porque así se te antojó. Me llevé todo, y te dejé en una estación de tren con toda tu ropa esparcida por el suelo, la gente pisaba tus braguitas, tus camisetas desgastadas, ensuciaba con sus enormes e indiferentes suelas tu bolsa de plástico donde tendrías que volver a meter lo poco que rescataras. Podrías haber berreado, sollozar a gritos y haber llamado desgañitándote a quien tú quisieras. En lugar de eso llorabas apartándote a manotazos las lágrimas con orgullo, intentando ignorar el nudo en la garganta, escudriñándome desafiante con la mirada, tal y como lo haces ahora, asegurándote de que memorizabas bien mi rostro para buscarme si hacía falta allí donde Caronte no quiere entrar. La primera vez que se te antojó perder.

Después llegaron los años de la soledad descuajeringada en pequeñas esquinas de ti, pero recuperaste lo que te había quitado con un esfuerzo y tenacidad que no podrían haber sido reunidas por veinte hombres en plena juventud. Y cuando tus pies creían que iban a salir de las arenas movedizas me vendiste el alma. Me vendiste tu alma y yo no cumplí mi promesa. Siempre las cumplo, bien lo sabes, salvo cuando lo que se me ofrece es tan valioso que no puedo tenerlo.

Y ahora vuelve a apartarte las lagrimas a manotazos como hiciste aquel día y recopila los pedazos de alma que escondiste en las esquinas donde creías que habías guardado la soledad.

domingo, 31 de julio de 2011


Cuando la discordia se instaló en las nubes púrpuras saliste de tu fuerte para sentir el tufo agrio de la mortalidad. Llevabas el corazón en la boca, lo vomitaste en un ataque de miedo salvaje a la muerte, y generabas tus propios latidos mordiéndolo descompasadamente. En el ventrículo izquierdo se atisbaban inicios de necrosis, y el derecho derramaba un hilito de sangre constante procedente de una herida que tenías desde antes que lo expulsaras con la arcada afónica.


Paseaste dolorida y ensangrentada por tu ciudad, con el cuello y el pecho rociados de coágulos que reventaban alumbrando recuerdos, yendo allí donde tenías algo que ver por última vez. Te vieron debajo de un limonero, en una habitación azul donde años atrás habías dejado enterrada un pedacito de alma, enfrente de una tienda de verduras, en el templo de columnas infinitas. Viniste a verme, doscientas partes de ti vinieron a verme, aquí donde solías jugar con tizas de colores a pintar nigromantes, hechiceras y casas del revés. Tus lagrimas me confesaron entre susurros que eras un monstruo, un ser infame y nauseabundo, y te fuiste sin querer guardar mis suspiros y lamentos.

En el camino la crueldad no dejó de perseguirte, volviste a encontrar seres humanos putrefactos, rancios, culpables, torturados, y cuanto mas los mirabas mas te preguntabas cual era la diferencia entre tú y ellos. Fuiste varias veces a la Playa de los Difuntos, donde la gente bebía granizados de ron y fumaba cigarrillos de miel durante toda la noche danzando al son de ritmos y tambores africanos. Con los primeros rayos de sol comenzaba el suicidio colectivo y frenético, y tu, cansada, con las mandíbulas convertidas en polvo por el continuo mastique, parabas de morderte.

Entonces todo se volvía negro, y la música se atenuaba hasta ser más que un sonido un recuerdo de lo que se suponía que debía ser. Y cuando todo estaba a punto de acabar, apretabas las muelas de arriba contra las de abajo, siendo lo primero que sentías cuando te agarrabas a la vida, el olor inconfundible del perfume de los que un día creíste que fueron y ya no son. Mirabas alrededor, masticando rápido, y veías el mar ensangrentado lleno de cabezas jóvenes cortadas, observabas durante toda la mañana como llegaban las gaviotas y como saboreaban los ojos y los sesos, hasta que la marea de decapitados se perdía en el horizonte al atardecer. Entonces llegaban a la Playa de los Difuntos otros tantos dispuestos a degustar la última noche de su existencia.

En aquella playa viste llegar a todos los que quisiste. Abrigada con tu hoguera, colocada entre dunas de piedras y arena, veías como reían y bailaban, escuchabas sus palabras de amor y de despedida, los suspiros dando gracias por los años vividos. Después llegaba la muerte, y las gaviotas. Recogías y te ibas a otro lado, hasta que las cartas del tarot te amenazaban con la inminente muerte de uno de ellos.

Una noche alguien que todavía no esperabas te vio y se acercó paseando su vieja sonrisa, tarareando una canción que en algún momento habías aprendido. Al sentarse encendió el último cigarrillo de su paquete y le preguntaste enfurecida a las cartas porqué no te habían indicado bien la identidad del siguiente difunto. Entonces comenzó el cántico de los degollados que habían vuelto desde las profundidades del mar y viste que el tarot también sonreía trozos de cartulina en blanco. Volviste a llorar lágrimas de las que hablaban a media voz, mientras que se consumía el cigarro entre sus labios y el cántico se hacía cada vez más ensordecedor. Fue entonces, ante su mirada sonriente multiplicada por tres, cuando apretaste los puños y devolviste al pecho silencioso tu calido corazón envuelto en humo, arena y lagrimas. El salmo de los decapitados se ahogó para siempre, y cuando la hostilidad se desinstaló de las nubes, lo dejaste allí en tu lugar, con tus cartas del tarot, rodeado de sonrisas amadas y abandonaste cojeando la Playa de los Difuntos cuando los rayos del sol jugueteaba entre los tobillos de aquellos que ya no morirían allí.