domingo, 31 de julio de 2011


Cuando la discordia se instaló en las nubes púrpuras saliste de tu fuerte para sentir el tufo agrio de la mortalidad. Llevabas el corazón en la boca, lo vomitaste en un ataque de miedo salvaje a la muerte, y generabas tus propios latidos mordiéndolo descompasadamente. En el ventrículo izquierdo se atisbaban inicios de necrosis, y el derecho derramaba un hilito de sangre constante procedente de una herida que tenías desde antes que lo expulsaras con la arcada afónica.


Paseaste dolorida y ensangrentada por tu ciudad, con el cuello y el pecho rociados de coágulos que reventaban alumbrando recuerdos, yendo allí donde tenías algo que ver por última vez. Te vieron debajo de un limonero, en una habitación azul donde años atrás habías dejado enterrada un pedacito de alma, enfrente de una tienda de verduras, en el templo de columnas infinitas. Viniste a verme, doscientas partes de ti vinieron a verme, aquí donde solías jugar con tizas de colores a pintar nigromantes, hechiceras y casas del revés. Tus lagrimas me confesaron entre susurros que eras un monstruo, un ser infame y nauseabundo, y te fuiste sin querer guardar mis suspiros y lamentos.

En el camino la crueldad no dejó de perseguirte, volviste a encontrar seres humanos putrefactos, rancios, culpables, torturados, y cuanto mas los mirabas mas te preguntabas cual era la diferencia entre tú y ellos. Fuiste varias veces a la Playa de los Difuntos, donde la gente bebía granizados de ron y fumaba cigarrillos de miel durante toda la noche danzando al son de ritmos y tambores africanos. Con los primeros rayos de sol comenzaba el suicidio colectivo y frenético, y tu, cansada, con las mandíbulas convertidas en polvo por el continuo mastique, parabas de morderte.

Entonces todo se volvía negro, y la música se atenuaba hasta ser más que un sonido un recuerdo de lo que se suponía que debía ser. Y cuando todo estaba a punto de acabar, apretabas las muelas de arriba contra las de abajo, siendo lo primero que sentías cuando te agarrabas a la vida, el olor inconfundible del perfume de los que un día creíste que fueron y ya no son. Mirabas alrededor, masticando rápido, y veías el mar ensangrentado lleno de cabezas jóvenes cortadas, observabas durante toda la mañana como llegaban las gaviotas y como saboreaban los ojos y los sesos, hasta que la marea de decapitados se perdía en el horizonte al atardecer. Entonces llegaban a la Playa de los Difuntos otros tantos dispuestos a degustar la última noche de su existencia.

En aquella playa viste llegar a todos los que quisiste. Abrigada con tu hoguera, colocada entre dunas de piedras y arena, veías como reían y bailaban, escuchabas sus palabras de amor y de despedida, los suspiros dando gracias por los años vividos. Después llegaba la muerte, y las gaviotas. Recogías y te ibas a otro lado, hasta que las cartas del tarot te amenazaban con la inminente muerte de uno de ellos.

Una noche alguien que todavía no esperabas te vio y se acercó paseando su vieja sonrisa, tarareando una canción que en algún momento habías aprendido. Al sentarse encendió el último cigarrillo de su paquete y le preguntaste enfurecida a las cartas porqué no te habían indicado bien la identidad del siguiente difunto. Entonces comenzó el cántico de los degollados que habían vuelto desde las profundidades del mar y viste que el tarot también sonreía trozos de cartulina en blanco. Volviste a llorar lágrimas de las que hablaban a media voz, mientras que se consumía el cigarro entre sus labios y el cántico se hacía cada vez más ensordecedor. Fue entonces, ante su mirada sonriente multiplicada por tres, cuando apretaste los puños y devolviste al pecho silencioso tu calido corazón envuelto en humo, arena y lagrimas. El salmo de los decapitados se ahogó para siempre, y cuando la hostilidad se desinstaló de las nubes, lo dejaste allí en tu lugar, con tus cartas del tarot, rodeado de sonrisas amadas y abandonaste cojeando la Playa de los Difuntos cuando los rayos del sol jugueteaba entre los tobillos de aquellos que ya no morirían allí.

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