martes, 27 de septiembre de 2011


La última tarde quisiste volver a ver al Diablo en la terraza donde servían café americano con caramelos de nata. Tal y como acostumbraba llegó antes de tiempo así que se distrajo cogiendo jazmines que brotaban entre las enredaderas de hiedra para ponerlos sobre la mesa. Sentado en la silla de hierro, con la cabeza apoyada sobre el dedo índice y pulgar, te esperó sin apartar la mirada de la puerta, enjugándose ocasionalmente la babilla que se le escapaba por las comisuras de los labios.

Cuando llegaste toda vestida de blanco y regalando sonrisas radiantes el fonógrafo que llevaba noventa y siete años sin funcionar comenzó a reproducir suaves lieder de Schumann, pero solo aquellos que habían sido compuestos para Clara Weist. Te saludó depositando un suave beso sobre la mano, aunque te la tuvo que limpiar avergonzado porque había dejado por descuido restos de saliva.

Después de tantos años olvidasteis ocultar la devoción y el afecto que sentíais, así que sin pudor llenasteis el velador de carcajadas agrietadas y cínica melancolía mientras que tres gatos negros se desperezaban bajo vuestros pies. Entre sorbo y sorbo de café os bebisteis a miradas de añoranza y os perdonasteis los años de distancia. Porque ya no había tiempo para las batallas de siempre, ni para desustanciar la comunicación hablando con sinceridad solamente en los espacios que dejan los diptongos.

Dando un manotazo a la taza de café y estampándola en el suelo musitaste mansamente que cumpliera su palabra. Justo ahí fue cuando al Diablo se le cayó de la cara la piel a tiras, dejando ver las lombrices blanquecinas de ojos morados que comían con parsimonia su carne podrida, así fue como se arrancó los parpados y le quedaron flotando los glóbulos oculares entre larvas y cucarachas voladoras que tenía que quitar con dedos reducidos al tamaño de briznas de hierba. Cada treinta segundos pasaba su lengua forrada con hongos por donde antes había labios para no derramar saliva, tragándose alguno de los insectos de los que estaba hecho.

Recuerdas muy bien la primera vez que quisiste perder, cuando todavía no sabías el significado de la palabra Satanás, cuando andabas toda medallaza, el pelo enredado por la cintura y las uñas llenas de mugre. Te vencí con gran dificultad y gané porque así se te antojó. Me llevé todo, y te dejé en una estación de tren con toda tu ropa esparcida por el suelo, la gente pisaba tus braguitas, tus camisetas desgastadas, ensuciaba con sus enormes e indiferentes suelas tu bolsa de plástico donde tendrías que volver a meter lo poco que rescataras. Podrías haber berreado, sollozar a gritos y haber llamado desgañitándote a quien tú quisieras. En lugar de eso llorabas apartándote a manotazos las lágrimas con orgullo, intentando ignorar el nudo en la garganta, escudriñándome desafiante con la mirada, tal y como lo haces ahora, asegurándote de que memorizabas bien mi rostro para buscarme si hacía falta allí donde Caronte no quiere entrar. La primera vez que se te antojó perder.

Después llegaron los años de la soledad descuajeringada en pequeñas esquinas de ti, pero recuperaste lo que te había quitado con un esfuerzo y tenacidad que no podrían haber sido reunidas por veinte hombres en plena juventud. Y cuando tus pies creían que iban a salir de las arenas movedizas me vendiste el alma. Me vendiste tu alma y yo no cumplí mi promesa. Siempre las cumplo, bien lo sabes, salvo cuando lo que se me ofrece es tan valioso que no puedo tenerlo.

Y ahora vuelve a apartarte las lagrimas a manotazos como hiciste aquel día y recopila los pedazos de alma que escondiste en las esquinas donde creías que habías guardado la soledad.

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