jueves, 12 de noviembre de 2009


Acudiste a mi velatorio con tres tobilleras de cascabeles y monedas enganchadas mediante filigranas, trece pulseras de los trece reinos en los que habías vivido, siete anillos de ópalo, coco y cobre, cinco collares tropicales y dos argollas de plata gitana. Sandalias de cuero verde, falda con estampado a flores y una camisola purpurea de tejido traslúcido.

Advertí en tu pupila pánico al ver como pájaros de latón mutilaban el cielo, regurgitando misiles sobre la ciudad que ya solo era una cloaca de cascotes. Al oír a lo lejos las ambulancias exhalando destemplados aullidos de auxilio arrojaste los caramelos de limón acido, disipándose con ellos tus últimos retazos de inocencia. Se avivaron los truenos, las tinieblas te mordieron los talones y tu instinto huidizo te levantó los rizos en cuatro orientaciones enfrentadas. Al reparar en la estría que trazaban las bandadas de pájaros supiste que había sido de mí.

Cogiste mis cenizas a puñados y las esparciste a tu alrededor mientras realizabas la danza fúnebre que tu abuela bailó el día que tu madre dejó de agonizar. Levantabas los brazos moviendo distinguidamente las manos, zapateabas, entrelazabas las piernas, brincabas, escupías mis restos en una actuación tétrica, patética y lúgubre que solo los de nuestra estirpe podríamos entender.

Me seguías allá donde se me antojara resignada ocultando una maraña de ternura que nunca llegué a merecer arrugaba tu amor propio para que pensaras que solo me tenías a mí te estrujaba el corazón con guiños calculados manipuladores para conseguir que fueras mi sombra otros quinientos kilómetros más recuerdo aquella noche llegamos a un faro en el cabo Finisterre donde te hice creer con caricias que tenía consignado en ti planes de futuro solo te di diamantes de carbón que guardaste con profundo amor en los saquillos de tu portamonedas reías con sinceridad brutal al sentirme radiante pero nunca lloraste ante mi por verme restregarme con otras mujeres en las tabernas de los poblados en los que pasábamos algunas semanas mujeres a las que les daba esos caramelos de limón ácido que tanto te gustaban oro picante decías de vez en cuando me robabas algunos cuantos pero no eran para ti para ti tenía los diamantes de carbón para que me siguieras allá donde se me antojara y te llevé a aquel infierno rodeado de tártaros que tenían el cráneo agujereado por algo llamado nación donde comprendí en el segundo que un proyectil me reventaba el cuerpo que tenias el alma amoratada tumefacta desgajada al verme incapaz de anhelarte.

Y aún así no dejaste de velarme durante siete madrugadas seguidas, danzando vestida con todos los recuerdos de una vida que te pesaba de tal forma sobre los hombros que podría haberte fracturado los tobillos en cualquier giro. Al acabar el luto fuiste a nuestro faro para hacerlo solo tuyo y empapelaste la ciudad con el siguiente anuncio: “Subasto diamantes de carbón”.

Dios te perdonará el alivio que sentiste al saberme muerto

No hay comentarios: